jueves, 16 de julio de 2009

Un cachorro apenas (Drummond de Andrade) (traducción)

Subidos, de ánimo leve y paso descansado, los cuarenta escalones del jardín – plantas en flor, da cada lado; mariposas revoloteando, salpicones de luz en el granito- estoy en el rellano. Y a mis pies, en el áspero felpudo de coco, con la frescura de cal del pórtico, un cachorrito triste interrumpe su sueño, levanta la cabeza y me mira. Es un triste cachorrito sufrido, con todo su cuerpo lastimado; gastado, las mechas blancas del pelo; la mirada dolida y profunda, con ese rastro de lágrimas que hay en los ojos de las personas muy viejas. Con gran esfuerzo acaba de levantarse. No le digo nada; no hago ningún gesto. Me avergüenza haber interrumpido su sueño. Si él estaba feliz ahí, yo no debería haber llegado. Le faltaban tantas cosas que al menos merecía el sueño: también los animales deben olvidar, mientras duermen...

El, entonces, se levantaba y me miraba. Se levantaba con la dificultad de los enfermos graves: acomodando las patas de adelante, arrastrando el resto del cuerpo, siempre con los ojos fijos en mí, como a la espera de una palabra o de un gesto. Mas yo no lo quería molestar ni oprimir. Me hubiera gustado ocuparme de él: llamar a alguien, pedirle que lo examine, que lo diagnostique, encaminarlo para un tratamiento... Pero todo eso es largo, mi Dios, todo es tan largo. Y era preciso pasar. Y él estaba frente a mí, inhábil, como avergonzado de hallarse tan sucio y doliente, con el envejecido ojear en una especie de súplica.

Hasta el final de mi vida voy a guardar ese mirar en mi. Hasta el final de mi vida voy a sentir esa humana infelicidad de no siempre poder socorrer, en este complejo mundo de los hombres.

El cachorro reunió todas sus fuerzas, atravesó el rellano, sin dudar sobre el camino a seguir, como si fuese un visitante habitual, y comenzó a descender las escaleras y las rampas, floridas a cada lado, con las mariposas revoloteando, los salpicones de luz en el granito, hasta la verja de la entrada. Pasó por entre los escalones del pórtico, prosiguió para el lado izquierdo, desapareció.

Él iba descendiendo como un viejito andrajoso, estropeado, la cabeza baja, sin firmeza y sin destino. Era, no obstante, una forma viviente. Una criatura de este mundo de innumerables criaturas. Estuvo a mi alcance; tal vez tuviese sed y hambre: y yo no hice nada por él; lo amé apenas con una caridad inútil, sin cualquier respuesta concreta. Lo dejé partir, así humillado, y tan digno sin embargo: como alguien que respetuosamente pide disculpas de haber ocupado un lugar que no le pertenecía.

Después pensé que somos todos, un día, ese cachorrito triste, a la sombra de una puerta. Y está el dueño de casa, y la escalera que descendemos y la dignidad final de la soledad.

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