jueves, 16 de julio de 2009

LA PERFECCIÓN (traducción de Eca de Queiroz, portugues)

Sentado en una roca, en la Isla de Ogígia, con la barba enterrada entre las manos, de donde desapareciera la aspereza callosa y tiznada de las armas y de los remos, Ulises, el más sutil de los hombres, consideraba, en una oscura y pesada tristeza, el mar tan azul que, mansa y armoniosamente, resbalaba sobre la arena muy blanca. Una túnica bordada de flores escarlata cubría, en blandos pliegues, su cuerpo poderoso, que había engordado. En las correas de las sandalias, que le calzaban los pies suavizados y perfumados con esencias, relucían esmeraldas de Egipto. Y su basto era una maravillosa rama de coral, rematado en una piña de perlas, como los que usan los dioses marinos.
La Isla divina, con sus peñascos de alabastro, los bosques de cedro odoríferos, las mieses eternas, dorando los valles, la frescura de los rosales, revistiendo las suaves colinas, resplandecía adormecida en la pereza de la siesta, toda envuelta en un mar resplandeciente. Ni un soplo de los serafines curiosos, que brincan y corren por sobre el Archipiélago, manchaba la serenidad del luminoso aire, más dulce que el vino más dulce, todo sobrevolado por el fino aroma de los prados de violetas. En el silencio, embebido de calor afable, los murmullos de arroyos y fuentes, el arrullo de las palomas volando desde los cipreses hasta los plátanos, y el lento rodar y romper de las ondas mansas sobre la arena suave, eran de una armonía mas abarcadora. En esta inefable paz y belleza inmortal, el sutil Ulises, con los ojos perdidos en las aguas lustrosas, gemía amargamente, revolviendo la queja de su corazón...
Siete años, siete inmensos años, habían pasado desde que el rayo fulgente de Júpiter hundiera a su nave de alta proa roja, y él, aferrándose a su mástil partido, se perdiera en la braveza rugiente de las espumas sombrías, durante nueve días, durante nueve noches, hasta que flotara en aguas mas calmas, y tocara las arenas de aquélla isla donde Calipso, la diosa radiante, lo recogiera y lo amara! Fue durante esos inmensos años, que se arrastraba su vida, su grande y fuerte vida, después de la partida para los muros fatales de Troya, abandonando entre lágrimas a su Penélope de ojos claros, a su pequeño Telémaco, andando siempre tan agitada por los peligros, las guerras, las astucias, los tormentos y los rumbos perdidos... Ah! Dichosos los reyes muertos, con hermosas heridas en el blanco pecho, delante de las puertas de Troya! Felices sus compañeros tragados por las olas amargas! Feliz él si las lanzas troyanas lo hubiesen traspasado en esa tarde de gran viento y polvo, cuando junto a Faia defendía los ultrajes, con la espada lacerante, del cuerpo muerto de Aquiles! Pero no! Vivió! -Y ahora, cada mañana, al salir sin alegría del trabajoso lecho de Calipso, las ninfas, siervas de la diosa, lo bañaban en un agua muy pura, lo perfumaban con lánguidas esencias, lo cubrían con una túnica siempre nueva, a veces bordada de finas sedas, otras bordada de oro pálido! Mientras, en la mesa lustrada, erguida en al puerta de la gruta, a la sombra de las ramadas, junto al susurro de un arroyo diamantino los bancos y los almohadones labrados rebosaban de bollos, de frutas, de tiernas carnes humeantes, de pescados con tramas de plata. Una sirvienta venerable enfriaba los vinos dulces en las jarras de bronce coronadas de rosas. Y él, sentado en un escalón, extendía las manos hacia los manjares perfectos, mientras que a su lado, en un trono de marfil, Calipso, esparciendo a través de su túnica nevada la claridad y el roma de su cuerpo inmortal, sublimemente serena, con una sonrisa taciturna, sin tocar las comidas humanas, degustaba la ambrosía y bebía en pequeños sorbos el néctar transparente. Después, tomando aquél bastón de Príncipe de Pueblos con el que Calipso lo presentara, recorría sin curiosidad los sabidos caminos de la Isla, tan lisos y llanos que nunca sus sandalias relucientes se empolvaban, tan contagiados de la inmortalidad de la diosa que jamás hallaba en ellos una hoja seca, ninguna flor menos fresca pendiendo del tallo. Sobre una roca se sentaba entonces, contemplando aquel mar que también bañaba Itaca, allí tan bravío, aquí tan sereno, y pensaba, y gemía, hasta que las aguas y los caminos se cubrían de sombras, y él regresaba a la gruta para dormir, sin deseo, con la diosa que lo deseaba!...
Y durante estos siete años, que destino envolvería a su Itaca , la áspera isla de sombrías matas?. Vivirían ellos, los seres amados? Sobre la fuerte colina, dominando la ensenada de Retiros y los pinares de Neus, se erguiría aún su palacio, con los bellos pórticos pintados de rojo y rosado? Al cabo de tan lentos y vacíos años, sin novedades, apagada la esperanza como una lámpara, se habrá despedido Penélope de su pasajera túnica de viudez y habría pasado a los brazos de otro esposo fuerte que, ahora, manejaría sus lanzas y elaboraría su vino? Y su dulce hijo Telémaco?. Reinaría él en Itaca, sentado, con el cetro blanco, sobre el alto mármol del Ágora? Despreocupado y rondando por los patios, bajaría los ojos sobre el imperio duro de un padrastro? Erraría por las ciudades aledañas, mendigando un salario?...Ah! Si su existencia, así para siempre arrancada de su mujer, de su hijo, tan dulces a su corazón, estuviese al menos entregada en hazañas ilustres! Diez años antes, también, desconocía la suerte de Itaca, y de los seres preciosos que allí dejara en la fragilidad y la soledad; mas una empresa heroica lo agitaba; y cada mañana su fama crecía, como un árbol en un promontorio, que llena el cielo y al cual todos los hombres contemplan. Entonces, era la planicie de Troya – y las blancas tiendas de los griegos a lo largo del mar sonoro! Sin cesar, meditaba estrategias de guerra; con soberbia fecunda daba discursos en la asamblea de los reyes: rígidamente fustigaba a los caballos atados a la cabecera de los carros; corría con la lanza en alto, entre el griterío y la prisa, contra los troyanos de altos elmos, que se agitaban ante las puertas Escaias!... Oh! Y cuando él, Príncipe de Pueblos, arropado en harapos de mendigo, con los brazos marcados de llagas, cojeando y gimiendo, penetró los muros de la orgullosa Troya, al lado de Faia, para, de noche, con incomparable ardil y bravura, robar las llaves de la entrada a la ciudad. Y cuando, dentro del vientre del caballo de palo, en la oscuridad, en la cercanía de todos aquellos guerreros hurtos y cubiertos de hierro, calmaba la impaciencia de los que sofocaban, y tapaba con la mano la boca de Ánticlos, braveando, furioso, al escuchar afuera en la planicie los ultrajes y los escarnios de los troyanos, y a todos decía: “Calla, calla! Que la noche desciende sobre Troya y es nuestra...” Y después los prodigiosos viajes! El pavoroso Polifemo, cuya estampa maravillará a la generaciones! Las maniobras sublimes entre Escila y Caribdis! Las Sirenas, vagando y cantando en torno al mástil, desde donde él, amarado, las rechazaba con el mudo parpadear de los ojos mas agudos que los dardos! El descenso a los Infiernos, jamás concedida a un mortal!... Y ahora el hombre de tan rutilantes hechos yacía en una isla blanda, eternamente preso, sin amor, por el amor de una diosa! Cómo podría él huir , rodeado de un mar indomable, sin nave, sin compañeros para mover los largos remos? Los dioses dichosos ciertamente olvidaban a quien por ellos tanto combatiera, y siempre piadosamente les devolviera las gracias recibidas, mismo a través del fragor y el humo de las ciudades derrumbadas, mismo cuando su proa encallaba en tierras agrestes!... Y el héroe, que recibiera de los reyes de Grecia las armas de Aquiles, tenía por destino amargo engordar en una isla mas lánguida que una cesta de rosas, y extender las manos suavizadas hacia las comidas abundantes, y, cuando las aguas y los caminos se ensombrecían, dormir con una diosa que, sin cesar, lo deseaba.
Así gemía el magnánimo Ulises, ala orilla del mar lustroso... Y ahí que, de repente, un surco de desusado brillo, mas rutilantemente blanco que el de una estrella cayendo, rasgó la rutilancia del cielo, desde las alturas hasta la aromática mata de cedros, que sombreaba un golfo sereno, en el este de la isla. Con alborozo latió el corazón del héroe . Rastro tan refulgente, en la refulgencia del día, sólo podía ser trazado por un hijo de Urano. Un Dios, entonces, descendería a la Isla?

Un Dios descendió, un gran Dios....era el mensajero de los Dioses, el leve, el elocuente Mercurio. Calzado con aquéllas sandalias, que tiene dos claras alas blancas, los cabellos color vino cubiertos por el casco, donde se mueven también dos claras alas, llevando en la mano una vara, él traspasó el Éter, rozando la plenitud del mar sosegado, pisando la arena de la Isla. A pesar de recorrer toda la tierra, con los recados innumerables de los dioses, el luminoso mensajero no conocía la Isla de Ogígia – y admiró, sonriendo, la belleza de los prados de violetas, tan dulces para el correr y el brincar de las ninfas entre los lirios. Una viña, sobre esteros de jaspe, cargada de racimos maduros, conducía, como fresco pórtico salpicado de sol, hasta la entrada de la gruta, todas las rocas pulidas, de donde pendían jazmines y madreselvas, envueltas en el susurrar de las abejas. Y luego avistó a Calipso, la diosa dichosa, sentada en un trono, empotrado en una roca de oro, con una túnica hermosa de púrpura. Un aro de esmeraldas prendía sus cabellos rizados y extremadamente rubios. Sobre la túnica diáfana, la mocedad inmortal de su cuerpo relucía, como la nieve, cuando la aurora la tiñe de rosa en las colinas eternas, pobladas de dioses. Y, mientras tocaba la lira, cantaba un trinado y fino canto, como un trémulo hilo de cristal, embelezando a la tierra y al cielo. Mercurio pensó: “Linda Isla, linda ninfa!”
De un claro de entre los cedros, subía directamente un humo delgado que perfumaba a toda la Isla. En rueda, sentadas en mantas, sobre el suelo de ágatas, las ninfas, siervas de la diosa, doblaban las telas, en seda las flores ligeras, tejían las puras hebras en telares de plata. Calipso reconoció luego al Mensajero - pues todos los inmortales saben, unos de otros, los nombres, los hechos, y los rostros de los soberanos, aún cuando habitan remotos retiros que el Éter y el Mar separan.
Mercurio reparó, risueños, en su divina desnudez, exhalando el perfume del Olimpo. Entonces, la Diosa lanzó sobre él, con mucha serenidad, el esplendor de sus ojos verdes: Oh Mercurio! Por qué descendiste a mi humilde isla, tu, venerable y querido, a quien nunca ví pisar la tierra?. Dime que es lo que esperas de mi. Ya mi corazón abierto me ordena que te obedezca, si tu deseo puede ser satisfecho dentro de mi poder o de mi Reino...Pero entra, reposa, y que te sirva, como dulce hermana, la mesa de la hospitalidad.
Tiró de su cintura unas piedras, arregló unos bucles sueltos de su cabello radiante – y con sus manos nacaradas colocó sobre la mesa el plato rebosante de ambrosía que las ninfas habían acercado a la mesa junto a las copas de cristal, donde tintineaba el néctar.
Mercurio murmuró –“Dulce es tu hospitalidad, Diosa!” Colocó el cetro en un fresco ramo d e plátano, extendió los dedos relucientes para la mesa de oro, risueñamente bebió la excelencia de aquel néctar de la Isla. Y satisfecha el alma, recostando la cabeza en el tronco liso del plátano que se cubrió de claridad, comenzó, con palabras perfectas y sublimes:
Me preguntaste por qué descendía tu morada un Dios, oh! Diosa! Y ciertamente ningún inmortal recorrería sin motivo, desde el Olimpo hasta Ogígía , esta desierta inmensidad de mar salado en la cual nos encuentran ciudades de hombres, ni templos cercados de bosques, ni siquiera un pequeño santuario de donde suba el aroma de un incienso, o un olor a carnes o un murmullo gustoso de animales salvajes........Fue nuestro padre Júpiter, el tempestuoso, quien me mandó este recado. Tu recogiste , y retienes por la fuerza inconmensurable de tu dulzura, al más sutil y desgraciado de todos los príncipes que combatieron durante diez años la alta Troya y que después se embarcaron en sus maltrechas naves para retornar a las tierras de sus patrias. Muchos de ellos consiguieron entrar en sus ricos lares, coronados de fama y de excelentes historias para contar. Vientos enemigos, sin embargo, y un destino más inexorable, arremetieron contra esta, tu isla, enrollando en sus espumas al fecundo y audaz Ulises...Ahora, el destino de este héroe no es quedarse en la ociosidad inmortal de tu lecho, lejos de aquellos de quienes lo lloran, y que carecen de sus fuerzas y mañas divinas. Por eso, Júpiter, regulador del Orden, te ordena, oh1! Diosa, que sueltes al magnánimo Ulises de tus brazos claros, y lo restituyas, con las recompensas debidas, a su Itaca amada, a su Penélope, que teje y desteje, cercada de arrogantes pretendientes, devoradores de sus gordos ganados, bebedores de sus frescos vinos!
La divina Calipso se mordió suavemente el labio, y sobre su rostro iluminado descendió una sombra desde las densas pestañas color jacinto. Después, con un armoniosos suspiro, con el cual tembló todo su pecho brillante exclamó.
Ah! Dioses grandes, dioses dichosos! cómo son ásperamente celosos de las diosas, que, así se escondieran en las espesuras de los bosques o en las apretadas oscuridades de los montes, aman a los hombres elocuentes y fuertes!... este, que me envidian, recaló en las arenas de mi Isla, desnudo, débil, hambriento, aferrado a una tabla partida, perseguido por todas las iras, y todas las ráfagas, y todos lo rayos fulminantes de que dispone el Olimpo. Yo lo recogí, lo lavé, lo nutrí, lo amé, lo cuidé, para que quedara eternamente al abrigo de las tormentas, del dolor de la vejez. Y ahora Júpiter, tronador, al cabo de ocho años en que mi dulce vida se enredó en torno a esta afección como la vid al olmo, determina que me separe de mi compañero, a quien escogí para mi inmortalidad! Realmente, son crueles, oh! Dioses, que constantemente aumentan la raza turbulenta de los semidioses, durmiendo con las mujeres mortales! Y como quieren que mande a Ulises a su patria, si no poseo naves, ni remeros, ni un guía que lo conduzca a través de las islas?. Mas, quien puede resistirse a Júpiter, que junta las nubes? Que sea! Y que el Olimpo ría, agradecido. Yo le enseñaré al intrépido Ulises a construir una balsa segura, con la cual nuevamente desafíe al verde del mar...
Inmediatamente, el mensajero de Mercurio se levantó de si asiento, tomó su cetro y, bebiendo una rebalsada taza de néctar excelente de la Isla, elogió la obediencia de la diosa:
Haces bien, Calipso! Así evitas la cólera del Padre tronante. Quién se le resistiría?. A su omniscencia dirige su omnipotencia. Y sustenta, como cetro, un árbol que tiene por flor el Orden... Sus decisiones, clementes o crueles, resultan siempre armoniosas. Por eso, su brazo se torna terrorífico a los pechos rebeldes. Por tu rápida sumisión, serás una hija estimada, y gozarás de una inmortalidad sobrepasada de sosiego, sin intrigas ni sorpresas....
Ya las alas impacientes de sus sandalias palpitaban, y su cuerpo, con sublime gracia, se balanceaba por sobre las hierbas y flores que aromatizaban la entrada a la gruta.
Por demás, tu Isla, oh! Diosa, se encuentra en el camino de las naves osadas que cortan el mar. En breve, tal vez, otro héroe robusto, habiendo ofendido a los inmortales, encallará en tu dulce playa, abrazado a una quilla... enciende un fuego calro, de noche, en las rocas altas!
Y riendo, el Mensajero Divino serenamente se elevó, rozando en el Éter un surco de elegante fulgor, que las ninfas, olvidando las rutinas, seguían con los frescos labios entreabiertos y el seno elevado, con el deseo de aquel inmortal hermoso.
Entonces, Calipso, pensativa, lanzando sobre sus cabellos rizados un velo color de azafrán, caminó para la orilla del mar, a través de los prados, con una prisa que le enrollaba la túnica, a manera de una espuma leve, en torno a las piernas rosadas. Tan levemente pisó la arena que el magnánimo Ulises no la sintió deslizar, perdido en la contemplación de las aguas lustrosas, con la negra barba entre las manos, aliviando en gemidos el peso de su corazón. La diosa sonrió, con fugitiva y soberana amargura. Después, posando en el ancho hombro del héroe sus dedos tan claros como los de Eos, madre del día, dijo:
No te lamentes más, desgraciado, ni te consumas mirando el mar!. Los Dioses, que me son superiores en inteligencia y en voluntad, determinan que tu partas, afrontes la inconstancia de los vientos, y pises nuevamente la tierra de tu Patria...
Bruscamente, como el cóndor acechando sobre su presa , el divino Ulises, con el rostro sombrío, saltó de la roca musgosa:
Oh! Diosa, tu dices!
Ella continuó sosegadamente, con los hermosos brazos prendidos, envueltos en el velo color azafrán, mientras una ola rodaba, mas dulce y sonora, en amoroso respeto a su divina presencia:
Bien sabes que no tengo naves de alta proa, ni remeros de pecho rígido, ni un guía amigo de las estrellas, que te conduzcan...Mas ciertamente te otorgaré un hacha de bronce que fue de mi padre, para que tires abajo los árboles que te señale, y construyas una balsa en la que te embarques...después, yo la proveeré de odres de vino, de comidas perfectas, y la bendeciré con un soplo amigo para el indomable mar...
El cauteloso Ulises retrocedió lentamente, clavando en la diosa una mirada dura que la desconfianza ennegrecía. E irguiendo la mano, toda temblorosa, con la ansiedad de su corazón dijo:
Oh! Diosa, tu abrigas un pensamiento terrible, porque así me invitas a afrontar con una balsa las aguas difíciles, donde mal pueden mantenerse en pie las naves.! No, Diosa peligrosa, no! Yo combatí en una gran guerra, donde los dioses también combatieron, y conozco la malicia infinita que poseen los corazones de los inmortales! Si resistí a las sirenas irresistibles, y me zafé con sublimes maniobras de Escila y Caribdis, y vencí a Polifemo con un ardil que se tornará ilustre entre los hombres, no fue en vano, oh! Diosa, para que ahora, en la Isla de Ogígia, como pájaro de poco plumaje, en su primer vuelo del nido, caiga en una jaula armada con tus dichos de miel! No, diosa, no! Solamente embarcaré en tu extraordinaria balsa se tu jurases, por el temible juramento de los dioses, que no preparas, con esos inquietos ojos, mi perdición irremediable!
Así bramaba, en la orilla, con el pecho ardiente, Ulises, el Héroe prudente... entonces, la diosa clemente rió, con una cantada y refulgente risa. Y caminando para el Héroe, corriendo los dedos celestiales por sus cabellos espesos más negros que un pez dijo:
Oh! Maravilloso Ulises, tu eres, en verdad, el mas desconfiado y mañoso de todos los hombres, ya que no concibes que exista espíritu sin maldad ni falsedad! Mi padre ilustre no me engendró con corazón de hierro! A pesar de ser inmortal, comprendo las desventuras mortales. Solo te aconsejé loq eu yo, diosa, emprendería si el Destino me obligase a salir de ogígia a través del mar incierto!...
Ulises retiró lenta y sombriamente la cabeza de las rosadas caricias de los dedos divinos:
Mas jura......Oh! diosa, jura, para que m a mi pecho descienda, como chorro de leche, la sabrosa confianza!
Ella irguió su claro brazo al cielo azul donde habitan los dioses:
Por Gaia, y por el cielo superior, y por las aguas subterráneas de Estige, que es la mayor invocación que pueden lanzar los inmortales, juro, oh! Hombre, príncipe de los hombres, que no preparo tu perdición, ni miserias mayores...
El valiente Ulises respiró largamente. Y arremangando luego las mangas de la túnica, refregando las palmas de sus manos robustas señaló:
Dónde está el hacha de tu padre? Quiero ver los árboles, oh! Diosa........El día cae y el trabajo es largo!
Sosiégate, oh! Hombre sufriente de males humanos! Los dioses superiores en sabiduría ya determinaron tu destino...Recorre conmigo la dulce gruta, a reforzar tu fuerza...Cuando Eos, la Aurora rosada aparezca, mañana, yo te conduciré al bosque.

Era, en efecto, la hora en que los hombres mortales y los dioses inmortales se acercan a las mesas cubiertas de bandejas, donde los esperan la abundancia, el reposo, el olvido de los deberes, y las amorosas conversaciones que contentan el alma. En breve, Ulises se sentó en el sillón de marfil, que aún conservaba el aroma del cuerpo de Mercurio, y delante de él, las ninfas, siervas de la diosa , colocaron las tortas, las frutas, las tiernas carnes humeantes, los peces rebrillando como tramas de plata. Posada en un trono de oro puro, la diosa recibió de la intendente venerable el plato de ambrosía y la taza de néctar. Ambos extendieron las manos para las comidas perfectas de la tierra y del cielo. Y luego que saciaron la sed y el hambre, la ilustre Calipso, recostando su rostro en sus manos rosadas, y considerando pensativamente al Héroe, soltó estas palabras aladas:
Oh! Ulises, muy sutil, tu quieres volver a tu morada mortal y a la tierra de tu Patria ....Ah! se conocieras, como yo, cuantos males tienes que sufrir antes de avistar las rocas de Itaca, te quedarías entre mis brazos, animado, bañado, bien nutrido, revestido de hilos finos, sin nunca perder tu querida fuerza, ni tu agudeza de entendimiento, ni el calor de las fiebres, pues yo te comunicaría mi inmortalidad!...Peor deseas volver a tu esposa mortal, que habita en una isla áspera, donde las matas son tenebrosas. Y más aún, yo no le soy inferior, ni en belleza, ni en inteligencia, porque las mortales brillan ante las inmortales como lámparas humeantes delante de las estrellas puras...
El fecundo Ulises se acaricio la ruda barba. Después, irguiendo el brazo, como acostumbraba en la asamblea de los reyes, a la sombra de las altas pompas, delante de los muros de Troya, dijo:
Oh! Diosa venerable, no te escandalices! Perfectamente se que Penélope te está muy inferior en hermosura, sabiduría y majestad. Tu serás eternamente bella y joven. Mientras los dioses perduren; y ella, en pocos años, conocerá la melancolía de las arrugas, de los cabellos blancos, de los dolores de la decrepitud, y de los pasos que tiemblan apoyados en un palo que tiembla. Su espíritu mortal erra a través de la oscuridad y la duda; tu, sobre esa frente luminosa, posees las más luminosas certezas. Mas, oh! Diosa, justamente por lo que ella tiene de incompleto, de frágil, de grosero y de mortal, yo la amo y deseo su compañía conyugal!. Considera como es de triste que en esta mesa, cada día, yo coma vorazmente los manjares, mientras tu a mi lado, con la inefable superioridad de tu naturaleza, llevas a los labios, con lentitud soberana, la ambrosía divina! En ocho años! Oh! Diosa!, nunca en tu rostro brilló una alegría espontánea, nunca de tus verdes ojos cayó una lágrima; ni pataleaste, con ira e impaciencia; ni, gimiendo con dolor, te extendiste sobre el suave lecho....Y asi haces inutilizadas todas las virtudes de mi corazón, ya que tu divinidad nunca me permite te felicite, te consuele, te sosiegue, o mismo te frite el cuerpo dolorido con hierbas benéficas. Considera, aún, que tu inteligencia de diosa posee todo el saber, acierta siempre, sabe la verdad; y durante todo este tiempo que estuve contigo nunca gocé de la felicidad de perdonarte, de contradecirte, y de sentir, ante tu franqueza, la razón de mi entendimiento! Oh! Diosa, tu eres aquel ser terrorífico que siempre tiene razón! Considera también que, como diosa, conoces todo el pasado y el futuro de los hombres; y que no pude saborear la incomparable delicia de contarte por las noches mis hazañas y mis viajes! Oh! diosa, tu eres impecable; y cuando me resbalo en alguna alfombra mal tendida, o se me desate una correa de mi sandalia, no te puedo gritar, como los hombres mortales le gritan a sus esposas: “Fue culpa tuya, mujer!” . Por eso, sufriré, con espíritu paciente, todos los males con los que los dioses me asalten en el mar sombrío, para volver a mi humana Penélope, a quien mande, consuele, reprenda, y acuse, y contraríe, y enseñe, y humille, y deslumbre, y por eso ame con un amor que constantemente se alimenta de estos modos cambiantes, como el fuego se alimenta de vientos contrarios!
Así, Ulises declamaba, ante la taza de oro vacía; y serenamente la diosa lo escuchaba, con una sonrisa taciturna, y las manos inmóviles sobre el regazo, enrolladas en la punta del velo.
En tanto, Febo Apolo descendía para occidente; y ya sus cuatro caballos alados subían y se desparramaba sobre el mar un vapor dorado. En breve, los caminos de la Isla se cubrían de atardecer. Y sobre las sábanas preciosas del lecho, al fondo de la gruta, Ulises, sin deseo, y la diosa, que lo deseaba, tuvieron el dulce amor, y después el dulce sueño.
Temprano, apenas Eos entreabría las puertas del extenso Urano, la divina Calipso, que vestía una túnica más blanca que las nieves de Pindo, y recogiera sus cabellos con un velo transparente y azul como el éter ligero, salió de la gruta, trayendo para Ulises, ya sentado en la puerta, sobre la ramada, delante de una taza de vino claro , el hacha poderosa de su padre, todo de bronce, con dos filos, y un rígido cabo de olivo, cortado en las laderas del Olimpo.
Limpiando rápidamente su tensa barba con las palmas de las manos, el héroe arrebató el hacha venerable:
Oh! Diosa, hace cuántos años que no toco una arma o una herramienta, yo, devastador de ciudades y constructor de naves!
La diosa sonrió. E, iluminada su lisa frente, dijo en palabras aladas:
Oh! Ulises, vencedor de hombres, si tu te quedaras en esta Isla, le encargaría a Vulcano y a sus fuerzas de Etna, armas maravillosas...
Que valen armas sin combates, u hombres que las admiren? El resto, oh! Diosa, ya mucho batallé, y mi gloria entre las generaciones está soberbiamente segura. Solo aspiro al manso reposo, vigilando a mi ganado, concibiendo sabias leyes para mis pueblos...sé benévola, oh! Diosa, y mostrame los árboles robustos que me convienen cortar!
En silencio, ella caminó por un atajo, florido de altas y radiantes azucenas, que conducía a la punta de la Isla donde había más arboleda, del lado del Oeste; y atrás seguía el intrépido Ulises, con el hacha lustrada al hombro.. Las palomas dejaban las ramas de los cedros, o las concavidades de las rocas donde bebían, para evocar en torno a la diosa un arrullo amoroso. Un aroma más delicado subía de las flores abiertas cuando ella pasaba, como el de los inciensos. Las hierbas que su túnica rozaba reverdecían con un lozanía nueva. Y Ulises, indiferente a los encantos de la diosa, impaciente con la serenidad divina del andar armonioso de ella, pensaba en la balsa, ansiando encontrar el bosque.
Denso y oscuro lo avistó, por fin, poblado de caballos, de viejísimas copas de pinos que atropellaban el cielo. De sus confines, descendía un perfume dulce y perfecto que ningún caracol marino, ninguna rama quebrada o flor de cardo podía manchar. Y el mar más allá refulgía con un brillo de zafiros, en la inmensa mañana blanca y de coral. La diosa le señaló a Ulises los troncos secos, robustecidos por los suelos, que flotarían con más certeza en las aguas traidoras. Después, acariciando el hombro del Héroe, como otro árbol robusto, también entregado a las crueles aguas, regresó a su gruta, donde tomó una rueca de oro, y todo el día trabajó sus hilos, y todo el día cantó...
Con alborozada y soberbia alegría, Ulises tiró el hacha contra un roble que gimió. Y en breve, toda la Isla retumbaba, en el fragor de la obra sobre-humana. Las gaviotas, adormecidas en el silencio eterno de aquellos parajes, se batieron en retirada en grande vuelos, espantadas y gritando. Las fluidas divinidades de las riberas indolentes, estremeciéndose en un fulgente escalofrío, huían hacia los canales y los recovecos de las raíces. En ese corto día, el valiente Ulises tiró veinte árboles, robles, pinos, chopos – y a todos los cortó, separó y alineó en la arena. Su cuello y su ancho pecho transpiraban cuando regresaba a la gruta para saciar la ruda sed y el hambre, y beber la cerveza bien helada. Y nunca él le pareció más bello a la diosa inmortal, que, sobre el lecho de pieles preciosas, apenas los caminos se cubrieron de sombras nuevamente, encontró, incansable y dispuesta, la fuerza de aquellos brazos que habían abatido veinte troncos!
Así, durante tres días, trabajó el héroe.
Y, como arrebatado en esa actividad magnífica que estremecía la Isla, la diosa ayudaba a Ulises, conduciendo desde la gruta hacia la playa, en sus manos delicadas, las cuerdas y los pliegos de bronce. Las ninfas, por su mandato, abandonaron sus tareas suaves y tejieron una tela fuerte para la vela que empujarían con fuerza los vientos amables. Y la intendente venerable ja preparaba los odres con vinos generosos, y preparaba con abundancia los víveres para la incierta travesía. En tanto, la balsa crecía, con troncos bien ligados, con un banco empotrado en el medio, de donde se empinaba un mástil, hecho de pino, más redondo y liso que una vara de marfil. Cada tarde, la diosa, sentada en una roca a la sombra del bosque, contemplaba al trabajador martillando con furia, y cantando, con rígida alegría, un canto de marinero. Y, ligeras, en las puntas de los pies pulidos, por entre la arboleda, las ninfas, escapando a su tarea, acudían a admirar, con los ojos deseosos y fulgurantes, aquella fuerza solitaria, que soberbiamente, en el arenal solitario, iba erigiendo la nave.

En fin, en el cuarto día, de mañana, Ulises concluyó de encuadrar el timón, que reforzó con hilos de amianto para el mejor reparo contra el viento y el embate de las olas.
Después, sin descanso, amarró la vela que las ninfas le acercaron y con un esfuerzo sublime, con los músculos tiesos y las venas hinchadas, empujó la barcaza hacia las espumas del mar, tan concentrado en su labor que él mismo parecía estar hecho de troncos y de cuerdas. Lugo extendió los brazos alabando a los dioses inmortales.
Mientras, como la obra estaba acabada y la tarde estaba reluciente, en vistas a la partida, la diosa Calipso llevó a Ulises a la fresca gruta a través de las violetas y las anémonas. Con sus divinas manos lo banó en una concha de nácar, y lo perfumó con esencias sobrenaturales, y lo vistió con una túnica hermosa de tela bordada, y lanzó sobre sus hombros un manto impenetrable a las neblinas del mar, y le extendió sobre la mesa, para saciar su hambre voraz, las comidas más sanas y más finas de la tierra. El Héroe aceptaba los amorosos cuidados, con paciente magnanimidad. La diosa, de gestos serenos, sonreía taciturnamente.
Después ella tomó la mano callosa de Ulises y por el borde del mar lo condujo a la playa, donde una ola mansamente lamía los troncos de la balsa. Bien estructurada. Ambos descansaron sobre una roca musgosa. Nunca la Isla resplandeció con una belleza tan serena, entre el mar tan azul, sobre un cielo tan suave. Nunca el agua fresca de Pindo bebida al caminar, ni el vino dorado que provenía de las colinas de Quio fueron tan dulces de sorber que ese aire traspasado de aromas, compuesto por los dioses para el respirar de una diosa.
La frescura imperecedera de los árboles entraba en el corazón y casi pedía la caricia de los dedos. Todos los rumores, los de las libélulas en la hierba, o el de las ondas en la arena, o el de las aves en las sombras frondosas, surgían, suave y finalmente fundidos, como las armonías sagradas de un templo distante. El esplendor y la gracia de las flores retenían los rayos pasmados del sol. Tantos eran los frutos del vergel, y de las espigas en las mieses, que la Isla parecía ceder toda su peso ante el mar.
Así, la diosa, al lado del Héroe, levemente suspiró, y murmuró con una sonrisa frágil:
-Oh!, magnánimo Ulises, tu ciertamente partes! El deseo te lleva hacia la mortal Penélope, y a tu dulce Telémaco, que dejaste en tierra, cuando Europa corrió contra Asia, y ahora ya sustenta en la mano una lanza temida. Siempre de un amor antiguo, con raíces profundas, brotará más tarde una flor, igualmente triste. Pero dime! Si en Itaca no te esperase ninguna esposa, tejiendo y destejiendo el telar, y un hijo ansioso, que mira con ojos incansables hacia el mar, dejarías tu, hombre prudente, esta dulzura, esta paz, esta abundancia y belleza inmortal?
El Héroe, al lado de la diosa, extendió el brazo poderoso, como en al asamblea de los reyes, delante de los muros de Troya, cuando plantaba en las almas la verdad persuasiva:
- Oh! diosa, no te escandalices! Pero así no existieran, para que parta, ni mi hijo, ni mi esposa, ni mi reino, yo afrontaría alegremente los mares y la ira de los dioses! Porque, en verdad, Oh! diosa muy ilustre, mi corazón saciado no soporta mas esta paz, esta dulzura y esta belleza inmortal. Considera, oh! diosa, que en ocho años nunca vi el follaje de estos árboles ponerse amarillo y caer. Nunca este cielo rutilante se cargó de nubes oscuras, ni tuve la fortuna de extender, bien abrigado, mis manos al dulce fuego, cuando la tormenta brutal se descargase en los montes. Todas esas flores que brillan en sus tallos son las mismas, oh! diosa, que admiré y respiré, en al primera mañana que me mostraste estos prados perpetuos:- y hay lirios, que odio, un odio amargo, por la impasibilidad de su blancura eterna. Estas gaviotas repitan tan incesantemente, tan implacablemente, su vuelo armonioso y blanco, que me escondo de ellas, como otros se esconden de las cosas harpías! Y cuántas veces me refugio en el fondo de la gruta, para no escuchar el murmullo siempre lánguido de estos arroyos siempre transparentes! Considera, oh! diosa, que en tu Isla nunca encontré un charco, ni un tronco podrido, ni el cuerpo de un bicho muerto y cubierto de moscas zumbidotas. Oh! diosa, hace ocho años, ocho años terribles, que estoy privado de ver el trabajo, el esfuerzo, al lucha y el sufrimiento. Oh! diosa, no te escandalices! Ando esperanzado por encontrar un cuerpo quejoso sobre un fardo, dos vacas sudorosas, empujando un arado, hombres que se insulten en un puente, los brazos suplicantes de una madre , que llora, un cojo, sobre su muleta, mendigando a las puertas de una villa...Diosa, hace ocho años que no miro una sepultura...No puedo más con esta serenidad sublime! Toda mi alma arde en deseo de ver las cosas que s e deforman, que se curtan, que se despedacen, que se corrompan...Oh! diosa inmortal, muero con añoranzas de muerte!
- Inmóvil, con las manos inmóviles en el regazo, envueltas en el velo amarillo, la diosa escuchaba, con una sonrisa serenamente divina, el furioso quejido del héroe cautivo...Mientras tanto, ya por la colina las ninfas, siervas de la diosa, descendían trayendo en al cabeza los jarros de vino, los sacos de cuero, que la intendente venerable mandaba para abastecer la balsa. Silenciosamente el héroe gozaba de la abundancia generosa que en ese momento se le presentaba para el viaje. Las ninfas se sentaron en círculo sobre la arena alrededor de la diosa para contemplar la despedida, el embarque, las maniobras del Héroe sobre las crestas de las olas......
- Entonces, una cólera se encendió en los afilados ojos de Ulises. Y, delante de Calipso, cruzando furiosamente los valientes brazos exclamó:
- Oh! diosa, piensas de verdad que nada falta para que yo parta y navegue? Dónde están los ricos presentes que me debes?. Ocho años, ocho duros años, fui el huésped magnífico de tu Isla, de tu gruta, de tu lecho.........Siempre los dioses inmortales determinaron que a los huéspedes, en el momento de la partida, se le confieran considerables recompensas! Dónde están ellas, oh! diosa, esas riquezas abundantes que me debes por costumbre de la tierra y las leyes del cielo?
- La diosa sonrió, con sublime paciencia. Y con sus palabras etéreas:
- Oh! Ulises, tu eres claramente el más interesado de todos los hombres! Y también el más desconfiado, puesto que supones que una diosa negaría los presentes debidos a aquel que la amó.....Sosiégate, oh1 sutil Héroe...los ricos presenten no tardan, grandes y relucientes.
- Y, ciertamente, por la suave colina, otras ninfas descendían, ligeras, con los velos ondulantes, trayendo en sus brazos alforjas lustradas, que centelleaban al sol!
- El magnánimo Ulises extendió las manos, con los ojos devoradores..Y, mientras ellas pasaban sobre la rampa hacia la balsa, el Héroe contaba, astuto y valuaba los tesoros...
- Tan rico y bello era el vaso de oro que la radiante ninfa llevaba posado en su hombro, que Ulises detuvo a la ninfa, le arrebató el vaso, lo sopesó, lo miró, y gritó con una risa estridente:
- Este es oro del bueno!
- Después de atadas sobre el largo de la barca las alforjas preciosas, el Héroe con impaciencia, arrebatando el hacha, cortó la cuerda que ataba la balsa a un tronco de roble, y saltó para la proa que la espuma alta envolvía. Pero entonces, recordó que no besó a la generosa e ilustre Calipso! Rápidamente, recogiendo su manto, nadó a través de la espuma, corrió por la arena, y estampó un beso sereno en la frente de alabastro de la diosa. Ella se prendió levemente de su hombro robusto y dijo:
- Cuántos males te esperan, oh! desgraciado! Antes te quedarías mejor, para toda la inmortalidad, en mi Isla perfecta, entre mis brazos perfectos...
- Ulises retrocedió, con un bramado terrible:
- Oh! diosa, tu irreparable y supremo mal está en tu perfección!
- Y, a través de la ola, huyó, trepó ardientemente a la barca, soltó la vela, enfrentó el mar, partió para los trabajos, para las tormentas, para las miserias- para la delicia de las cosas imperfectas!

No hay comentarios:

Publicar un comentario